La primera razón que hace posible la existencia de la llamada telebasura es la desvirtuación experimentada por la esencia de la televisión, progresiva desde el momento en el que surge hasta la actualidad, donde se han alcanzado índices de extremada depravación. Se produce una pérdida de aquellos valores de apoyo social con los que nacía el nuevo medio, pero que tan sólo algunos emisores han promulgado, de manera intermitente y con escasos recursos.
El avance de la tecnología, nota cultural más trascendental del siglo XX, hizo posible la llegada del sonido y de la imagen a la salita de estar. Sobre la base creada por el cine y la radio, la televisión abría numerosas puertas para mejorar los canales de comunicación masivos, pero el optimismo prenatal empezó a diluirse poco a poco desde el principio. Cine y radio tenían una marcada función militar como medio propagandístico, pero también como elemento transmisor de información. En cambio, la televisión aparece más como un experimento fortuito, propiciado por la lógica evolutiva de la técnica, que como un instrumento con una misión específica. Este hecho se deja ver, sobre todo, en el vacío legal que la ha acompañado a lo largo de su historia, nadie se ponía de acuerdo en cuanto a la naturaleza de su titularidad: en EEUU los grandes empresarios vieron las ventajas económicas que surgían ante ellos, en Inglaterra
En definitiva, desde el comienzo la televisión se configuró como algo destinado al ocio y muy pocos han confiado, realmente, en sus propiedades informativas. Si dejamos a un lado a
En España, la chabacanería es el buque insignia de la inmensa mayoría de las estaciones televisivas: públicas y privadas, locales, autonómicas y nacionales. Para comprobarlo, nada más que zapear por el dial a media tarde. Efectivamente, los dueños de las cadenas, los directores de las productoras, son los culpables de que haya programas como Gran Hermano y Operación Triunfo (según Elías Pérez, muestra representativa de la parrilla basura), pero hay que tener presente una segunda razón; ante todo, estos tipos son empresarios que aprovechan una variable del mercado: la reticencia de los espectadores a enfrentarse a contenidos ‘serios’ en televisión. Resulta triste pero es una realidad, se suele encender el aparato para desconectar la mente, para que los problemas de los demás nos evadan de los propios y lo más que estamos dispuestos a tolerar son unos informativos livianos en contenidos y teñidos de desgracia. Lo más grave no es que existan estos programas, que por supuesto lo es, sino que la gente acaba creyéndose lo que en ellos se dice. Soy consciente de que esta crítica es fácil y, además, es la habitual para mal justificar la existencia de estos contenidos: “si la telebasura existe es porque se ve”, pero esta es la verdad.
Como en la generalización se pierde la virtud y no todo el mundo piensa que la televisión sea un salón de recreativos, es necesario buscar una solución, para defender los derechos de aquellos que no son ludópatas y que no está de acuerdo con las reglas, impuestas por unos pocos, de este juego.
Los teóricos y comunicadores suelen apelar a un mismo argumento: exigir a los titulares de las licencias de emisión que cumplan, de una vez por todas, con la misión de servicio público para la que se les concedió el beneficio. Este reclamo, además de loable, es justo, pues a ciertas personas se les ofreció la posibilidad de hacer negocio con unas licencias que pertenecen al pueblo español, a cambio de que satisficieran sus necesidades al respecto. A pesar de que la radiodifusión española está considerada como servicio público (pues mediante concurso público se repartieron las licencias), los titulares se han dedicado a enmascarar sus obligaciones y las regulaciones de las telecomunicaciones españolas han sido totalmente nulas, en lo que a su aplicación se refiere. Dudo mucho de que insistir en esta vía sea rentable, pues no hay voluntad por parte de los empresarios, pero tampoco de los gobernantes.
Tal vez haya llegado el momento de apostar por nuevas fórmulas. Apostaría por una estructura bipolar de las estaciones de televisión. Por un lado crear una parrilla con contenidos verdaderamente informativos, reportajes de interés público, espacios educativos destinados a ayudar en la formación de los niños… y, por otro, un contenedor con todos aquellos programas que tienen por objeto único lo ocioso y el entretenimiento de la audiencia, eliminando de este último paquete todos aquellos contenidos que fueran denigrantes para la persona, entendiendo por denigrante todo aspecto que, de una forma u otra, atente contra los derechos esenciales. Hay que tener en cuenta que toda la ficción no es perniciosa o perjudicial, existen películas, libros y series que resultan de gran valor intelectual y formativo para el ser humano, que reproducen historias y que nos ayudan a comprender una determinada realidad en unas circunstancias específicas.
En este punto,
No obstante, no comparto la creencia del profesor Elías Pérez sobre la ausencia de formación moral y deontológica en las aulas universitarias. Una de las principales exigencias de los estudiantes de comunicación es la falta de adecuación de los programas docentes al mercado laboral; tampoco es algo totalmente cierto, teoría y práctica mantienen una lucha equilibrada. Nadie duda de que la formación ética es necesaria, pero no se puede nadar río arriba e ignorar las necesidades de un mercado voraz, de lo contrario los alumnos iríamos irremediablemente al fracaso.
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